Un soldado con antojo

— ¿Es en serio? ¿Tienes que hacer del baño AQUÍ? ¿No puedes aguantarte a que entremos al Estado (de México)?

— No, ya, me urge. No llego a la siguiente caseta, ni a la siguiente siguiente. Mucho menos al Estado.

— Pues ya qué, paremos aquí (Ecuadureo). Pero te apuras.

En la autopista Guadalajara-Atlacomulco a alguien le traicionó su vejiga. No hubo manera humana de convencerle de que se aguantara un par de horas. Nadie quería parar en Michoacán, porque apenas habían pasado dos días del asesinato del vicealmirante Ramonet en un camino externo entre la caseta de Ecuadureo y la de Churintzio. Es incómodo transitar entre camionetas que circulan con las placas ocultas, camionetas destartaladas con paquetes mal envueltos en sus cajuelas abiertas, camiones de carga con cerdos apilados en cuatro niveles, camiones de transporte de personal militar en su límite de cupo, patrullas de la PF que te que rebasan y sedanes lentos por el exceso de peso. Pero a esa vejiga poco le importó en qué lugar nos hizo parar.

Al entrar a una de las bahías de estacionamiento de la alianza Subway-O2 que cubre casi todos los puntos de descanso en Michoacán, el conductor dudó dónde estacionarse. Al quedarse ahí, en la entrada, detenido, logró la atención de todos los soldados que viajaban en dos camiones de transporte de personal y dos ambulancias. Todos miraron al conductor y al copiloto. Todos recargaron su mano en sus armas.

— ¡Caray! ¿Qué esperas? ¡Ya, estaciónate!

Cuando nos detuvimos, ya algunos soldados se habían recargado a un lado de uno de los camiones, parecía que querían mirarnos bien. Un par de enfermeras, vestidas como soldados, ayudaban a una mujer a bajar de una de las ambulancias. La mujer vestía una bata de hospital vieja y azul y unos Crocs rosa fucsia que rompían con el monocromatismo del camuflaje. Un limpiaparabrisas nos preguntó si limpiaba el auto y, con toda la desconfianza, me quedé ahí, para “vigilarlo”. Por supuesto, quien nos hizo parar ya estaba en el baño.

Enfrente de mí, había soldados estirando las piernas, soldados tronándose el cuello, soldados vigilando y vigilándonos, soldados comiendo chatarra, soldados que no querían asolearse y preferían quedarse en el camión. Uno de esos prendió su grabadora que, con un estruendo semejante a banda norteña, rompió con la relativa tranquilidad de la parada. Digo semejante porque no alcancé a escucharlo, su compañero de a lado le dio un manotazo, le gritó un “¡SH!” y le ordenó que apagara la grabadora. Ellos me miraban y yo como que los miraba porque quería vigilar al limpiaparabrisas.

Por fin, cuando me aseguré de que el limpiaparabrisas no había anotado nuestras placas, no revisó lo que dejamos dentro de la camioneta y los seguros estaban puestos, aproveché para ir al O2 (algo así como un Oxxo). Allí había un soldado, rondando entre los estantes, abriendo los refrigeradores, tomando bolsas de papas, de chocolates y devolviéndolos a su lugar. Un compañero lo seguía y lo apuraba.

Entré al baño, ahí estaban las dos enfermeras vestidas de soldado esperando a la señora de la bata azul. Platicaban. Una, la más joven, le contaba a la otra que le comisionaron en Michoacán. La otra, una mujer de facciones rudas, le decía que ella sólo iba de ida-vuelta, que entró a las 7 pero que iba en la ambulancia por si tenían que hacer una intervención venosa. La más joven, como sin querer saber de la vida de la otra, como queriendo desahogarse, le contesta: “yo no quiero venir a Michoacán”. La otra la mira como si no hubiese escuchado nada, “lo bueno es que regreso mañana”.

Al salir, el soldado que paseaba entre los estantes estaba platicando con el vendedor. Su compañero se veía desesperado. Tomé un chocolate y me formé atrás de él y su arma.

— Es que tengo antojo y no sé de qué –dijo el soldado mientras tomaba distintas chatarras, miraba la envoltura, los volteaba y los regresaba.

El vendedor pide que se haga a un lado para cobrarme. Salgo del O2 y un soldado cuyo único rasgo que distinguí fueron unos ojos verdes, me intenta saludar, pero se traba, se le va la voz. Uno de sus compañeros se burla de él. Veo que en la autopista pasa otro camión militar, en él van dos soldados cuidando un enorme refrigerador de Pepsi que va junto a la cabina y sin asegurar.

Regreso al auto, abro mi chocolate y todos los soldados empiezan a regresar a los camiones: las dos enfermeras, el de ojos verdes, el que esperaba en la tienda, los que se estiraban. Veo al soldado de la tienda regresar hasta el final, feliz. Lo apura uno de sus compañeros. Cuando pasa a mi lado, me muestra un chocolate como el mío y rápido me dice algo como “es que tenía antojo”. Así como nosotros estábamos ahí por una vejiga, me hizo pensar que ahí estaban unos 40 soldados por un chocolate…

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