Badú. Historia de un perro loco y de corazón redondo
Badú (II) nació en los primeros días de junio de 2001, en algún criadero de Springer Spaniel en Hidalgo, México.
Un mes y medio después llegó a casa, con la condición de que lo cuidaría siempre, que no sería un capricho y que me haría responsable de él (y todas sus acciones)l. Yo tenía 12 años y seis meses.
César Millán estaría en contra de cómo lo eduqué. Aprendió -rapidísimo- una que otra orden pero me negué a «educarlo de más». Tenía la teoría -aún la tengo- de que demasiado adiestramiento le quita lo perruno a los perros.
Aprendió a cargar consigo una pequeña bolsa de tela donde guardaba bolsas de plástico para recoger sus desechos. Cuando dejaba uno, ladraba y soltaba a un lado la bolsa y continuaba corriendo. La tradición duró un par de años… hasta que rompió la bolsa.
Lo mejor que le podía pasar: salir. Aprendió a reconocer señales que le indicaban que era momento de salir. Si veía que sacábamos su jaula transportadora, se metía solo. Si veía que iríamos en el auto, jalaba una manta donde se echaba. Si yo tomaba una bolsa de plástico y escuchaba las llaves, me llevaba su correa. En todas hacía un terrible escándalo. «Suena como un vocho descompuesto», decía mi hermano.
Pero también se hizo de algunas actitudes «indeseables»… como gruñir -y ladrar violentamente- a quien quisiera quitarle su comida (o la comida de otros que podría llegar a ser suya), o lo regañaban por subirse a la cama o un sillón, o se acercaban violentamente a mí, o le intentaban pegar…
Pero el peor problema fue que mordía los pies de cualquiera que lo pisara-pateara (intencional o accidentalmente). Esto fue más preocupante que todo lo anterior.
Así que en casa -ante mi negativa de deshacerme de él- todos desarrollamos un sorprendente reflejo cada que bajábamos los pies y sentíamos algo peludo y tibio. Todos fuimos mordidos en algún momento.
Fuera de ese pequeño «detalle», Badú era sociable.
En serio, MUY sociable.
…y envidioso y celoso y territorial. Tardó mucho en aceptar a los siguientes tres compañeros que adoptamos.
Como no se perdía reunión alguna, se convertía en tema de conversación. Concluí con algunos amigos que «a Badú lo amas o lo odias, pero no hay punto intermedio», Además, lo nombramos «el perro más sexy del mundo» (por guapo e inteligente). «Si Badú fuera hombre, tú y yo no seríamos amigas», decía mi mejor amiga.
Lo que era un hecho es que no todo mundo lo soportaba por «manipulador», «mal educado» y «consentido».
Quizás sólo era que no todos podían soportan tanta energía.
Porque antes de mediodía, el tiempo era lento para él. Entre 7:30 y 8am pedía que le abriéramos la puerta al jardín. Hacía lo suyo y regresaba a dormir.
Después del desayuno, entre 9 y 11am solía tomar el sol.
Sol.
En los días de lluvia, no le quedaba más remedio que quedarse en la entrada a casa.
¿Algo mejor que el sol? ¡La hora de la comida!
¿Algo mejor que dormir bajo el sol y comer? ¡Hora de salir! Su ligera displasia de cadera nunca le impidió correr como si no hubiera un mañana.
¿Y por las noches? Echarse en todos los lugares posibles…
Como libros…
como ropa, tapetes, sillones. Así, hasta que yo me fuera a dormir.
Y a veces se desvelaba demasiado. Se desvelaba en temporada de exámenes, en días de fiesta, en días de trabajar hasta tarde. Como aquél día de elecciones de 2012, que me esperó en la sala hasta las 4am.
Cuando yo salía de viaje, Badú dejaba de comer, aúllaba y dormía junto a la puerta de mi recámara. Cuando regresaba, me gruñía, me ladraba y me pedía que le rascara la panza (interprétese como mejor le parezca).
¡Ah! También gruñía cuando yo estaba triste y lloraba.
Gruñía, también, cuando no le hacía caso. Tardó mucho en entender que tener una computadora frente a mí implicaba no prestarle tanta atención. Así que, siempre que trabajaba en casa, su carota solía aparecer sobre la mesa.
Y pedía jugar. Siempre quería jugar. Amaba los juguetes que chillaban y solía abandonarlos cuando el silbato dejaba de funcionar. Y si nadie le hacía caso, se aventaba los juguetes solo.
Algún día de 2010, después de una fea caída (caminaba hacia atrás y se le acabó la barda) empecé a notar que Badú envejecía. Dormía más, brincaba menos, se le sumía la cadera y tenía más altibajos de temperamento que de costumbre.
En una especie de reivindicación comencé a consentirlo (aún) más, a sacarlo más… aunque se cansaba mucho más rápido.
Adquirió una actitud ligeramente más tranquila pero no muy dócil. Su veterinaria me advirtió que ya no debía fatigarse porque su corazón -como suele pasar con los perros que envejecen- se estaba «redondeando».
Badú tenía tumores (junto a un ojo, cerca del intestino grueso, en una tetilla y subcutáneos). Padeció de piedras en la vejiga. Cuando tenía 2 años estuvo hospitalizado por pancreatitis y así se veía cuando regresó a casa.
Empecé a dejarlo dormir, nuevamente, conmigo y en mi cama. Se quedaba a mi lado hasta que apagaba la lap. Se despertaba varias veces en la noche por molestias de principio de artritis. Ya no dormía de corrido, solía bajarse de la cama y lloraba a las 3am para que lo ayudara a subir a mi cama.
Se quedó sordo en menos de un año. Aprendió algunas órdenes con señas. Fuera de eso, sólo en las noches yo recordaba que envejecía rápidamente. Así lucía el 9 de diciembre de 2013, suplicaba por los gajos de una naranja que yo comía antes de salir al cine.
Al día siguiente, mientras cocinaba, Badú se orinó en la sala. Llegó balaceándose a la cocina, recargó su hocico en mis piernas. Lo sujeté y se desmayó. Se quedó en mis piernas hasta que llegó su veterinaria.
«A tu perro le dio un pre-infarto». Me dijo que lo estabilizaríamos, pero que bien podría salir o no, pues su corazón ya estaba «muy redondo». Su veterinaria lloró, Badú era su perro consentido, «el perro guapo» de la clínica.
Durante una semana, lo cargué de un lado a otro. En tres días ya no se dejó cargar y empezó a caminar por su cuenta. Estaba teniendo una recuperación «sorprendente». El 16 de diciembre tuvo un día normal, como los de siempre: sol, comida, carnaza y muchas caricias. (No salió, para cuidar su corazón).
Pero recayó. Comenzó a tener una falla hepática, dejó de moverse, no orinó por dos días. Había que vigilar el suero y mi madre y yo nos turnábamos para cuidarlo. Coloqué una colchoneta para dormir junto a él.
En la madrugada del 19 de diciembre, a las 3am, fui al baño y cuando regresé Badú estaba echado sobre mis cosas (quién sabe cómo se movió). Me dio risa. Lo fotografié y lo abracé. Supe que era el adiós. Él no pudo dormir. Mi madre dice que lo vio mirándome antes de que ella me despertara, me mandó a dormir. Horas después, me iban a operar.
Mi madre llamó a la veterinaria a las 6am. A las 7:30 me despertaron sus aullidos. Le dolía mucho. Mi madre me dijo, llorando, que ya estaba sufriendo. «Si estaba tan bien hace unos días», le dijimos a su veterinaria. «Les regaló su último día de energía», nos dijo. A las 7:50 le inyectaron un calmante que fue suficiente para dormirlo (normalmente son 2 inyecciones). A las 8am, lo declararon muerto… Cancelé mi cirugía de corrección visual.
Cuando lo enterrábamos, no tardé en notar que había vivido 12 años y 6 meses, justo la mitad de mi vida. Que hizo su última travesura a las 3am y se fue a la hora que siempre pedía que le abrieran la puerta. Agradecí de que todo fue muy rápido, lo suyo no era estarse quieto. Yo no había podido imaginarme cómo cuidarlo si se complicaba alguno de sus tumores.
Badú descansa bajo los árboles de su jardín favorito, donde a las 11am da buen sol.
Le dejé todos sus juguetes, aunque ya a ninguno le quedaba un silbato servible.
Fue todo un placer… Definitivamente, cuando un perro se va, se lleva los secretos de la cotidianidad.
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